jueves, 24 de mayo de 2012

SANTO ESPÍRITU I



El Espíritu nos conduce a la verdad

Es el Espíritu el que me hace creyente, el que me permite valorar la esencia más noble de cada persona y de cada útil, su belleza y armonía, su verdad, quien me propone movimientos generosos y, hasta que no acepto su propuesta, permanece paciente, prolongando su gemido.

Lo percibo en momentos de sosiego, como si fuera incompatible con mis movimientos hacendosos, y en el encuentro con las personas cuando me abro a ellas, receptivo. Y me desvela el tramo suficiente del camino que debo de recorrer con paz. A veces es sólo un paso más o una estancia quieta en mi propio interior. Me ayuda a interpretar la historia en clave trascendente y, así, sin caer en visiones extrañas, los acontecimientos y las personas se convierten en testigos y mediaciones que acojo como regalos del Espíritu y que me abren a la posibilidad de seguir de manera concreta el Evangelio, la voluntad divina sobre mí.

Reconozco que en mi vida ha habido algunos tramos oscuros, silenciosos, sin percibir nada favorable. Y otros en los que la fuerza interior ha catalizado toda mi persona y ha puesto al servicio de su iniciativa mi capacidad sin sensación de cansancio o de agotamiento. Es increíble, sí no fuera demostrable históricamente, el ánimo, el valor, la serenidad, la creatividad, el don que significa y que es esta presencia indefinible, más innegable.

Hoy sé que es el Espíritu quien da luz a mis ojos y a mi inteligencia y me ayuda a silenciar toda especulación desesperanzada sobre el futuro. Despierta una actitud de confianza al saber que Él conduce la historia y a cada persona. Él abriga mi vida en el seguimiento evangélico. Me sugiere a cada paso la dirección del camino. Él es, la causa de haberme encontrado con Jesús y de invocar su nombre. Quedamente me susurra el nombre del Padre: misericordia, amor, familia. Me presta la brújula del gozo y de la paz en los aciertos y de la ansiedad y tristeza en mi egoísmo.
El Espíritu sopla donde quiere, es viento y también fuego, ardor que me hace tender al AMOR.


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sábado, 19 de mayo de 2012

LA ASCENSIÓN DE CRISTO



 
Vivir en cristiano es una constante ascensión. 

La Ascensión es como la despedida de un fundador, que deja a sus hijos la tarea de continuar su obra, pero sin abandonarlos a su suerte, ya que sigue a su lado por la presencia de su Espíritu. Cristo puede irse tranquilo, porque se han cumplido las Escrituras sobre Él, y los discípulos comienzan a comprenderlo. Puede irse tranquilo, no porque sus hombres sean unos héroes, sino porque su Espíritu los acompañará siempre en su misión.
Una consecuencia de la fiesta de la Ascensión es que ahora empieza el tiempo de la Iglesia, el nuestro. Cristo marchó; ahora, sus discípulos, nosotros, tenemos que hacerlo presente. El Señor se vale de nosotros para repetir sus palabras y prolongar sus obras. Prestamos nuestros labios, pies, manos y corazón a Jesús, para que él, en nosotros, siga bendiciendo, consolando, perdonando, compartiendo, sirviendo...

Reflexión orante.

¿Cómo lo hacemos presente cada uno/a de nosotros? Busquemos nuestras respuestas: ¿Seguimos bendiciendo, consolando, perdonando, compartiendo, anunciando a Jesús, sirviendo..?

Jesús inició una tarea; nosotros tenemos que completarla. Se trata de extender el reino de Dios, el gran objetivo de Jesús; de hacer posible el reino de la paz y del amor, o sea, la fraternidad universal. Por eso, no es cuestión de quedarse mirando al cielo, sino de inclinarse sobre las heridas y necesidades de la tierra. Lo nuestro es «anunciar a los pobres la buena nueva, proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, dar la libertad a los oprimidos y proclamar» la misericordia y la gracia del Señor. El Señor nos envía a donde nos necesiten, donde haya un clamor, una injusticia, una soledad, una tarea. Nos manda para que seamos instrumentos de su paz.

¿Trabajamos por ser instrumentos de su paz? En el trabajo, en nuestros familias, dentro de nosotros/as mismos, en nuestros pensamientos, emociones, sentimientos…Me observo y me dejo mirar por Cristo con el fin de convertirme en instrumento de su paz.

Resumiendo, nuestra misión es ir, como Jesús, por el mundo «haciendo el bien», amando como Jesús. La esperanza que nace de la Ascensión no nos ahorra los trabajos de esta vida, tanto los del crecer constantemente en la vida cristiana y sus compromisos como los que supone el peso de la existencia con todos sus avatares; pero les da a todos ellos la categoría, repleta de segura esperanza, de estar orientados hacia el Padre, de tal forma que vivir en cristiano es una constante ascensión.
Tomado de JUAN CARLOS FERNÁNDEZ MENES