"Descendió a los infiernos"
Este artÃculo de la fe está subordinado al sábado de gloria, a la resurrección de Cristo en el correr del año litúrgico.
El viernes santo miramos al crucificado; el sábado santo es, en cambio, el dÃa de la muerte de Jesús, el dÃa que expresa la inaudita experiencia de nuestro tiempo, el dÃa que nos habla de la ausencia de Dios, el dÃa en que Dios está bajo tierra, ya no se levanta ni habla; ya no es preciso discutir con él, basta simplemente pasar por encima de él. Dios ha muerto; hemos matado a Dios.
Este artÃculo del Credo nos recuerda dos escenas bÃblicas: la primera es narración veterotestamentaria en la que ElÃas exige a los sacerdotes de Baal que su dios consuma el sacrificio con el fuego. Suplican los sacerdotes de Baal a su dios, pero éste no responde. ElÃas se burla de ellos como se rÃe cualquier racionalista de un hombre piadoso que no consigue lo que suplican sus oraciones: Gritad fuerte; dios es, pero quizá esté entretenido conversando, o tiene algún negocio, o está de viaje. Acaso esté dormido,y asà le despertaréis (1 Re 18,27).
Al leer la narración, tenemos la impresión de encontrarnos nosotros en la misma situación: se burlarán de nosotros. Al parecer tiene razón el racionalista cuando nos dice que gritemos más, que quizá nuestro Dios esté dormido.Junto con la historia de ElÃas tenemos la narración del Nuevo Testamento en la que el Señor duerme en medio de la tempestad (Mc 4,35-41 y par.).
He aquà la verdad de nuestra hora actual, la bajada de Dios al silencio, al oscuro silencio de la ausencia.
Los discÃpulos de Emaús (Lc 24, 13-35); huidos conversan que su esperanza ha muerto. Para ellos ha tenido lugar algo asà como la muerte de Dios. Se ha extinguido la llama en la que Dios parecÃa haber hablado. Ha muerto el enviado de Dios. No queda sino vacÃo completo. Nadie responde. Pero cuando hablan de la muerte de su esperanza, cuando creen no ver ya a Dios, se dan cuenta de que la esperanza vive todavÃa en medio de ellos, de que la imagen de Dios que ellos habÃan forjado, tenÃa que desaparecer para volver después con más vida. TenÃa que caer la imagen de Dios que ellos habÃan ideado para que sobre esas ruinas pudiesen de nuevo contemplar a aquel que siempre es infinitamente más grande.
Bajó a los infiernos.
El artÃculo de la fe en el descendimiento a los infiernos nos recuerda que la revelación cristiana habla del Dios que dialoga, pero también del Dios que calla. Dios no es sólo la palabra comprensible; es también el motivo silencioso, inaccesible, incomprendido e incomprensible que se nos escapa. Sabemos que en lo cristiano se da el primado de la Palabra sobre el silencio: Dios ha hablado, Dios es palabra, pero con eso no hemos de olvidar la verdad del ocultamiento permanente de Dios, sólo si lo experimentamos como silencio, podemos esperar escuchar un dÃa su palabra que nace del silencio. La cristologÃa pasa por la cruz, por el momento de la comprensibilidad del amor divino, y llega hasta la muerte, hasta el silencio y el oscurecimiento de Dios. ¿Hemos de extrañarnos de que la Iglesia y la vida de todos y cada uno de nosotros llegue a la hora del silencio, al artÃculo de la fe del descendimiento a los infiernos?
El misterio del descendimiento a los infiernos aparece como un relámpago luminoso en la noche oscura de la muerte de Jesús, en su grito Dios mÃo, Dios mÃo, ¿por qué me has abandonado?. (Mc. 15,34). No olvidemos que estas palabras eran el comienzo de una oración israelita (Sal 22,2) en la que se expresaba la angustia y esperanza del pueblo elegido por Dios y ahora, al parecer, abandonado completamente por él. La oración que comienza con la más profunda angustia por el ocultamiento de Dios, termina alabando su grandeza.
Recordemos en primer lugar una observación exegética: Sabemos que la palabra infierno es la falsa traducción de sheol (en griego hades) con el que los hebreos designaban el estado de ultratumba. Imprecisamente nos lo imaginamos como una especie de existencia de sombras, más como no ser que como ser, sin embargo la frase originalmente sólo significaba que Jesús entró en el sheol, es decir, que murió.
Si se diese una soledad en la que al hombre no se le pudiese dirigir la palabra; si hubiese un abandono tan grande que ningún tú pudiese entrar en contacto con él, tendrÃamos la propia y total soledad, el miedo, lo que llamamos infierno. Ahora podemos definir el preciso significado de la palabra INFIERENO: indica la soledad que comporta la inseguridad de la existencia.
Una cosa es cierta: existe la noche en cuyo abandono no penetra ninguna voz; existe una puerta, la puerta de la muerte por la que pasamos individualmente. Todo el miedo del mundo es en último término el miedo de esa soledad; ahora comprendemos por qué el Antiguo Testamento designa con la misma palabra, sheol tanto el infierno como la muerte: a fin de cuentas son lo mismo. La muerte es la auténtica soledad, la soledad en la que no puede penetrar el amor: el infierno.
La frase descendimiento a los infiernos, afirma, pues, que Cristo pasó por la puerta de nuestra última soledad, que en su pasión entró en el abismo de nuestro abandono. Allà donde ya no podemos oÃr ninguna voz, está él.
Cristo Resucitado
El infierno queda superado por Cristo, mejor dicho, ya no existe la muerte que antes era el infierno. El infierno y la muerte ya no son lo mismo que antes, porque la vida está en medio de la muerte, porque el amor mora en medio de ella. El infierno o, como dice la Biblia, la segunda muerte (cf. Apo 20,14) es ahora el voluntario encerrarse en sà mismo. La muerte ya no conduce a la soledad, las puertas del sheol están abiertas.
Creo que en esta lÃnea hay que comprender fundamentalmente los textos de los Padres que hablaban de la salida de los muertos de sus sepulcros, de la apertura de las puertas del infierno, textos que se interpretaron mitológicamente; también hay que comprender asà el texto, al parecer tan mÃtico, del evangelio de Mateo donde se nos dice que con la muerte de Jesús se abrieron las tumbas y que salieron los cuerpos de los santos (Mt 8,52).
La puerta de la muerte está abierta, desde que en la muerte mora la vida, el amor...
Comentario a la Introduccion al Cristianismo, J.Ratzinger
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