El Espíritu nos conduce a la verdad
Es el Espíritu el que me hace creyente, el que me permite valorar la esencia más noble de cada persona y de cada útil, su belleza y armonía, su verdad, quien me propone movimientos generosos y, hasta que no acepto su propuesta, permanece paciente, prolongando su gemido.
Lo percibo en momentos de
sosiego, como si fuera incompatible con mis movimientos hacendosos, y en el
encuentro con las personas cuando me abro a ellas, receptivo. Y me desvela el
tramo suficiente del camino que debo de recorrer con paz. A veces es sólo un
paso más o una estancia quieta en mi propio interior. Me ayuda a interpretar la
historia en clave trascendente y, así, sin caer en visiones extrañas, los
acontecimientos y las personas se convierten en testigos y mediaciones que
acojo como regalos del Espíritu y que me abren a la posibilidad de seguir de
manera concreta el Evangelio, la voluntad divina sobre mí.
Reconozco que en mi vida ha
habido algunos tramos oscuros, silenciosos, sin percibir nada favorable. Y
otros en los que la fuerza interior ha catalizado toda mi persona y ha puesto
al servicio de su iniciativa mi capacidad sin sensación de cansancio o de
agotamiento. Es increíble, sí no fuera demostrable históricamente, el ánimo, el
valor, la serenidad, la creatividad, el don que significa y que es esta
presencia indefinible, más innegable.
Hoy sé que es el Espíritu
quien da luz a mis ojos y a mi inteligencia y me ayuda a silenciar toda
especulación desesperanzada sobre el futuro. Despierta una actitud de confianza
al saber que Él conduce la historia y a cada persona. Él abriga mi vida en el
seguimiento evangélico. Me sugiere a cada paso la dirección del camino. Él es,
la causa de haberme encontrado con Jesús y de invocar su nombre. Quedamente me
susurra el nombre del Padre: misericordia, amor, familia. Me presta la brújula
del gozo y de la paz en los aciertos y de la ansiedad y tristeza en mi egoísmo.
El Espíritu sopla donde quiere, es viento y también fuego, ardor que me
hace tender al AMOR.
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