La Puerta de la Fe
(Porta Fidei)
Carta apostólica del
Sumo Pontífice Benedicto XVI.
Durante este tiempo, tendremos la mirada fija en
Jesucristo, «que inició y completa nuestra fe» (Hb 12, 2).
Para acceder a un conocimiento sistemático del contenido de la fe, todos
pueden encontrar en el Catecismo
de la Iglesia Católica un subsidio precioso e indispensable. Es uno de
los frutos más importantes del Concilio Vaticano II. «Este Catecismo es una
contribución importantísima a la obra de renovación de la vida eclesial... Lo
declaro como regla segura para la enseñanza de la fe y como instrumento válido
y legítimo al servicio de la comunión eclesial» (Juan Pablo II)
Precisamente en este horizonte, el Año de la fe deberá expresar un compromiso unánime para redescubrir
y estudiar los contenidos fundamentales de la fe, sintetizados sistemática
y orgánicamente en el Catecismo
de la Iglesia Católica. En efecto, en
él se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que la Iglesia ha recibido,
custodiado y ofrecido en sus dos mil años de historia. Desde la Sagrada
Escritura a los Padres de la Iglesia, de los Maestros de teología a los Santos
de todos los siglos, el Catecismo ofrece una memoria permanente de los
diferentes modos en que la Iglesia ha meditado sobre la fe y ha progresado en
la doctrina, para dar certeza a los creyentes en su vida de fe.
El Catecismo
de la Iglesia Católica podrá ser en
este Año un verdadero instrumento
de apoyo a la fe, especialmente para quienes se preocupan por la formación de
los cristianos, tan importante en nuestro contexto cultural.
En efecto, la fe está sometida más que en el pasado a una serie de
interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad que, sobre todo hoy,
reduce el ámbito de las certezas racionales al de los logros científicos y
tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo de mostrar cómo entre la fe
y la verdadera ciencia no puede haber conflicto alguno, porque ambas, aunque
por caminos distintos, tienden a la verdad.
A lo largo de este Año,
será decisivo volver a recorrer la historia de nuestra fe, que contempla el
misterio insondable del entrecruzarse de la santidad y el pecado. Mientras
lo primero pone de relieve la gran contribución que los hombres y las mujeres
han ofrecido para el crecimiento y desarrollo de las comunidades a través del
testimonio de su vida, lo segundo debe suscitar en cada uno un sincero y
constante acto de conversión, con el fin de experimentar la misericordia del Padre que sale al encuentro de todos.
Por la fe, los Apóstoles dejaron
todo para seguir al Maestro (cf. Mt
10, 28). Por la fe, fueron por el mundo entero, siguiendo el mandato de llevar
el Evangelio a toda criatura (cf. Mc
16, 15) y, sin temor alguno, anunciaron a todos la alegría de la resurrección,
de la que fueron testigos fieles.
Por la fe, los discípulos
formaron la primera comunidad reunida en torno a la enseñanza de los Apóstoles,
la oración y la celebración de la Eucaristía, poniendo en común todos sus
bienes para atender las necesidades de los hermanos (cf. Hch 2, 42-47).
Por la fe, los mártires
entregaron su vida como testimonio de la verdad del Evangelio.
Por la fe, hombres y mujeres han
consagrado su vida a Cristo, dejando todo para vivir en la sencillez evangélica
la obediencia, la pobreza y la castidad, signos concretos de la espera del
Señor que no tarda en llegar. Por la fe, muchos cristianos han promovido
acciones en favor de la justicia, para hacer concreta la palabra del Señor, que
ha venido a proclamar la liberación de los oprimidos y un año de gracia para
todos (cf. Lc 4, 18-19).
Por la fe, hombres y mujeres de
toda edad, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 7, 9; 13, 8), han confesado a lo
largo de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí donde se les
llamaba a dar testimonio de su ser cristianos: en la familia, la profesión, la
vida pública y el desempeño de los carismas y ministerios que se les confiaban.
También nosotros vivimos por la
fe: para el reconocimiento vivo del Señor Jesús, presente en nuestras vidas y
en la historia.
Con fe, María saboreó los frutos de la resurrección
de Jesús y, guardando todos los recuerdos en su corazón (cf. Lc 2, 19.51), los transmitió a los
Doce, reunidos con ella en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo ( Hch 1, 14; 2, 1-4).
Constata
en tu experiencia de vida, como la fe y el amor se necesitan mutuamente, de
modo que una permite al otro seguir su camino.
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